En 1973 el mundo sufrió la pérdida de tres grandes creadores. En Francia, en su casa de Notre-Dame-de-Vie, Pablo Picasso dejó escapar su pincel hacia la bóveda celeste. Meses después, en Chile, Pablo Neruda decide escribir con tinta rojinegra la duda sobre su muerte. Y en octubre del mismo año, el violonchelo de Pablo Casals callaría su voz de llanto humano para siempre.
Si la humanidad de esos años, de grandes convulsiones sociales, lo resintió, ya podrá usted imaginarse como tomó la noticia el Gran Dios que los había creado. Tres de sus hijos, los preferidos, los más queridos, a los cuales les había regalado el don de la creatividad, habían abandonado sus instrumentos de trabajo. Tal vez era cierto lo que decían los mortales: entre más dolores de cabeza te da un hijo, más fuerte son los lazos que te unen a él . ¡Y vaya si no le habían sacado canas verdes! Algunas veces llegó a dudar de su propia sabiduría por haberles otorgado el don de la creación. ¿Cómo se atrevían a cuestionar su existencia? ¿por qué no se conformaban con la vida común de los hombres? Pero, pasado el enojo, brincaba de gusto al ver la desarticulación de su precioso mundo en los cuadros de Picasso, o, lloraba mientras Casals reventaba las cuerdas interiores de su alma, o, se reía a carcajadas de que Neruda hubiese titulado un pequeño y soberbio poemario con el absurdo nombre de Veinte Poemas de Amor... ¿Cuándo se había visto que la poesía naciera del odio? Pasaron los meses y el mundo fue adquiriendo un tono gris y, a ratos, muy negro. Los extrañaba enormemente. El Gran Dios cavilaba todas estas ausencias mientras veía crecer la violencia nacida de las tormentas de devaluaciones y juntas militares que azotaban el mundo. ¿Qué hacer sin ellos?
Fue a principios de 1974, después de las fiestas de la Candelaria, cuando decidió tomar un puñado de dones y dejarlo caer de nuevo sobre el mundo. Tal vez germinarían; tal vez no, pero...
(Y aquí debería yo de dar por terminado el delirante exordio o preámbulo de este artículo, pero no me puedo parar... Continúo:)
Uno de ellos fue a caer en un pueblo de.... Zacatecas, cerca del Estado de Jalisco. Nació un niño, marcado por ocupar el décimo y último lugar en la familia. Mientras su madre pensaba que aquel niño de rizos negros estaría sentenciado a ser dueño de las sonrisas que le rodearan, el pequeño David abrió la boca en un bostezo y el don -que venía cayendo con la ligereza de un primer copo de nieve-, se introdujo en sus entrañas.
Pasaron uno, dos, siete años. El niño crecía como todos los del pueblo, con la salvedad de no conocer el placer de la ropa nueva. Ser el menor le aseguró un armario lleno de reliquias familiares; y una memoria que con los años se iría cargando de tinos y desatinos de los hermanos. Dos saveres muy útiles cuando de salir adelante se trata.
Un buen día, mientras jugaba con los lápices, escuchó a sus espaldas la voz jocosa del padre: "A que mijo, me salió pintor", y fue entonces cuando...
(Y no puedo parar está ficción porque tengo en mente la imagen de David Silva pintando con esa enorme confianza en sí mismo que le nace no sé de dónde. Autodidacta en todo, rebelde sin premeditada intención, humano por convicción y -cierto- dueño de la sonrisas que le rodean)
... fue entonces cuando el don, sometido a los procesos de germinación, extendió su ramal desde la columna vertebral del pequeño David para invadirle el cuerpo como férrida espiral. El niño lo resintió como un cosquilleo. Tendrían que pasar los años, los kilómetros bajo sus pies para que la burla de su padre adquiriera el valor de la verdad. Un buen día la familia se trasladó a Tijuana. David, a diferencia de muchos, viajó a la frontera en contra de su voluntad. Tenía todo lo que le hacía feliz en su pueblo, ¿por qué abandonarlo? No sabía que el Gran Dios, años atrás, había hecho un plan con maña para sus hijos preferidos. Nunca sospechó que crecer a luz de vela lo prepararía para dominar el claroscuro en el lienzo. Tampoco, que las miradas y las arrugas de los viejos que le contaban historias en Zacatecas, se convertirían en motivo de su pintura...
(Y aquí termino la ficción. Dejo a David Silva en su estudio de un tercer piso con vista al mar, con Edith, su compañera de roble, y de sus dos hijos que lo enraizan fuertemente al ritmo de la vida. Entro al Cha-Cha’s Café para acomodar las ideas. Lo único que atino escribir en mi libreta es "no sé de dónde demonios le nace la confianza..." (Martha Parada)